Nyar era muy pequeño cuando recién nos lo trajo Flavio. Recuerdo que lo traía en un bolso negro y al abrir la cremallera él asomo su cabeza al día del living de mi casa, con su curiosidad y su ruido peculiar llenando el ambiente. A los vecinos sólo los extrañó, pero lenta y sordamente, sistemáticamente, los fue horrorizando a medida que crecía, y en verdad crecía, tanto que lo tuvimos que trasladar al patio del fondo, y una mañana como todas, apartando el velo de los cantos de los pájaros, la señora Leticia salió al balcón del segundo piso de su casa, que domina nuestro patio, y gritó. Gritó al verlo y botó el macetero que siempre sale a alimentar con su regadera, diciéndole luego a todos que Nyar era el culpable de la muerte de sus pobrecillas flores.
La cosa no quedó allí. A los vecinos se les ocurrió que Nyar salía de la casa y se comía a sus gallinas (desaparición que me consta, pues un día la Alejandra me hizo pasar a su patio para que viera que faltaban dos gallinas y de paso admirara lo bien que se veía con minifalda). Empezamos a pelearnos con todos, mi hermano ya no saludaba a los muchachos de la esquina y mis padres no decían ni pío, cuando alguien les iba a contar que había desaparecido su mascota. La única que no blasfemaba contra nuestro Nyar era Anita, la niña de la casa del frente. Ella siempre miraba jugar a sus hermanos menores a la pelota y a las puteadas, con su short y su polera blanca, mostrando el orbe claro de sus piernas y brazos infantiles y femeninos. Conoció a Nyar cuando no asustaba a nadie, y luego pasaba a verlo al patio, fascinada por el horror que a todos producía (menos a nosotros, por supuesto).
A mí en especial me gusta mirar el crepúsculo reflejándose en los ojos de Nyar, como se va escondiendo el sol abajo de sus pupilas y, poco a poco, se apaga el color del atardecer en su mirada y sólo queda el tono oscuro de ella contra la mía. Lo otro que me gusta es la cara que pone el lechero cuando pasa en su carrito y siempre salimos a comprarle algo, leche o quesillo, cuando antes ni lo inflábamos.
Una tarde en que yo dormía la siesta, sentí los gritos de Nyar llenando mi sueño, rasgándolo, y luego los alaridos que venían de todas partes de la villa, y desperté en medio del silencio más grande, sin cantos de gallo ni ladridos de perro, sin mis padres ni mi hermano en la casa. El sol ya se había puesto y el arrebol de las nubes se degradaba segundo a segundo. No se sentía nada, ni el viento moviendo las copas de los árboles.
Salí a mirar a la calle y sólo entreví dentro de las casas el mismo brutal desorden de la mía, recordando los gritos que sentí en sueños, que había comenzado al lado mío casi, y se habían ido alejando, saliendo de otras gargantas espantadas. Ahora recuerdo el miedo que siempre le tuvimos a Nyar, desde que comenzó a crecer en forma inusitada, llenando el patio con su presencia; el miedo que se dibujaba poco disimulado en nosotros, y nada de disimulado en los demás, desde que comenzó a salir y efectuar sus correrías que mi familia negaba, pero en el fondo del alma sabíamos ciertas. Ahora no está ni siquiera Anita con su perturbadora belleza infantil. Y yo sé que Nyar va a volver en medio de la noche sin nadie más entre él y yo.
Va a volver y lo estaré esperando, claro que lo estaré esperando.
Miguel Acevedo
(Publicado originalmente en 2003 en El Lugar Sin Nombre. Ver también el remozado Cajón Desastre, de Bblogzine.)
¡Qué bueno tu cuento, compadre! Lo disfruté de principio a fin y sólo lamenté que fuese tan corto. Tiene harto de mucho: ternura y horror, una pizca de Lovecraft y hasta erotismo. Gracias, Micky, por compartir con nosotros tu talento.
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